La publicación de hoy, esta relacionada con la compleja temática que engloba la política pública ambiental, en sus distintos estados o fases. Se trae a colación esta temática por que a diferencia de otros sectores de gobierno, la temática ambiental tiene un tinte especial, que siempre concluye en el terreno de la dicotomía conflictiva entre desarrollo y medio ambiente.
Históricamente la problemática ambiental, de
la que debe dar cuenta la política pública ambiental, se ha construido, de
forma muy obvia, como una crisis en los equilibrios naturales provocado por actividades
humanas diversas. Esto ha supuesto que el norte de la política ambiental sea la
identificación de un límite de intervención humana, antrópica (del tipo que
sea), por sobre el cual “lo natural” pierde alguna funcionalidad considerada
valiosa. Límite que se transforma en el criterio de expansión posible de la
actividad humana en cuestión.
Es decir, se entiende la política ambiental
como aquel instrumento que establece “el condicionante natural” de las
actividades humanas. La política ambiental en cada ámbito específico tiene como
obligación la identificación de la función ambiental de borde para las
actividades humanas, y de forma agregada para el desarrollo de la sociedad. De
ahí que se haya tendido a entender que existe un potencial conflicto entre
medio ambiente y desarrollo.
Implícita en este paradigma está la idea de
que el propósito de la política ambiental es justamente evitar que la sociedad
se vea abocada a una crisis ambiental derivada de cruzar esos límites que
suponen un riesgo inasumible.
Así, es frecuente encontrar en el lenguaje
de la política ambiental términos como límites de emisión, umbrales críticos,
capacidad de carga, y sobre todo el criterio de sobre pasamiento de un límite
de efecto sobre “lo natural” como criterio fuerte de decisión. Este fuerte
imaginario ha dado lugar también a escritos tan emblemáticos como los Límites
del Crecimiento (D.H. Meadows y D. Meadows, 1972), o a teorías economías como
la de una economía en estado estacionario (Herman Daly, 1992), entre otros.
Para hacer operativo este paradigma es
necesario poder construir los modelos de conocimiento que hagan viable
identificar tales límites. En general esto sucede a partir un relato conceptual
simple: hay dos realidades ontológicamente separadas, cual dos objetos que
yacen el uno al lado del otro; una “lo natural” cualquiera sea el caso, y el
otro un vector antrópico que afecta al anterior introduciendo alguna alteración
en su funcionamiento. Por un lado está, por ejemplo, el clima global como
sistema natural, y por el otro las emisiones de CO2 como vector antrópico que
altera al primero.
El ejercicio racional consiste en
identificar ojalá una curva de modificación del estado del sistema natural a
partir de variaciones del vector antrópico, permitiendo establecer el umbral
allí donde el cambio del sistema natural parece indeseable.
De forma bastante generalizada se considera
que la definición del límite es endógena a la modelización, y no derivada de
una valoración social del cambio del sistema natural. Este modelo que a primera
vista parece de sentido común, presenta una serie de disfuncionalidades.
La primera disfuncionalidad consiste en la
relatividad de aquello que se puede considerar un límite razonable en la
alteración del sistema natural en cuestión. Algo que en principio pudiera
parecer simple, pues se hallaba implícito en la modelación del problema y
pareciera desprenderse como un resultado objetivo del mismo, ha resultado ser
mucho difuso, y sobre todo relativo. Los cambios en el sistema natural
provocados por la acción antrópica pueden en algunos casos modelarse, en
general con un más o menos discutible nivel de incertidumbre, pero la
definición de cuál es el umbral de efecto que la sociedad debe imponerse ha
sido y es social y subjetiva. Y lo es no por definición, sino de facto.
Sin embargo, el paradigma cognitivo que
sustenta la toma de decisión del “límite” no incorpora activamente este hecho.
Es decir, en general se tiende a justificar la decisión del ¨límite” impuesto,
por ejemplo, de emisiones de un contaminantes, o de impacto sobre un
ecosistema, por el efecto que produce, estimado con el grado de objetividad del
caso, antes que porque ese límite sea socialmente legitimo por sobre cualquier
otro.
Como si el efecto en sí mismo ya fuese una
justificación suficiente, en tanto barrera fuerte que no es posible traspasar.
Cómo si el efecto no diera lugar a una posible elección alternativa, pues
afecta a la salud, a una determinada la calidad el ecosistema o cualquiera otra
condición que obliga a establecerlo cómo tal límite. Transformándose así los
modelos utilizados en la herramienta que legitima el espectro de alternativas
legítimas para dar cuenta del problema ambiental en cuestión.
De manera más subrepticia, no obstante, por
medio de regateros y negociaciones políticas, los límites suelen ser distintos
a los que se establecen en las modelaciones más o menos científicas que
sustentan las decisiones. Demostrando no sólo la viabilidad fáctica de límites
alternativos, y la no realización de los supuestos críticos que suponía
traspasarlos, o la legitimidad social de distintos estados de afectación de “lo
natural”, y en particular, la futilidad del paradigma que alimentan la toma de
decisión en materia de política ambiental.
Fútil, pues, sí finalmente cualquier umbral
es posible, no tiene mucho sentido poner en el centro de la racionalidad de la
política la definición de umbrales límites que la sociedad demuestra reiteradamente
que es posible traspasar sin las consecuencias vitales definitivas que se les
suponen.
Con esto obviamente no se está sugiriendo ni
que sea innecesario establecer condiciones a las actividades humanas, ni que
los modelos y conocimiento objetivo o científicamente fundado no deban jugar un
papel en esa tarea, sino que jueguen el que actualmente se le otorga, en el
sentido de consistir en la herramienta que acota directamente el espectro de
decisiones legítimas para la sociedad.
Las tortuosas negociaciones que acompañan al
protocolo de Kyoto sobre el cambio climático constituyen un ejemplo palmario de
esta situación. En ese caso la modelación del cambio del clima global derivado
de los vectores antrópicos de emisión de CO2 parecieran señalar la imperiosa
necesidad de reducir las emisiones del mencionado gas de efecto invernadero con
el propósito de reducir el incremento de la temperatura global a un umbral
determinado. Umbral que a su vez aseguraría mantener las modificaciones
naturales subsiguientes en unos determinados límites.
No obstante, a pesar de la supuesta
fiabilidad de los resultados y la evidente e imperiosa necesidad de modificar
el curso de las emisiones de CO2, y de los cálculos económicos acompañados que
señalan la ventaja de optar por una política preventiva, frente a una reactiva,
la sociedad global no reacciona con la diligencia que los modelos cognitivos de
la política de cambio climático parece exigir.
Esta primera disfuncionalidad pudiera tener
una explicación en una segunda que tiene que ver con los contenidos de las
modelizaciones que implica este paradigma de la política ambiental, que
explicaremos en una segunda parte.
Escrito por: Rodrigo Jiliberto