martes, 4 de febrero de 2014

LOS SISTEMAS DE SEGUIMIENTO Y EVALUACIÓN; una reflexión critica sobre el uso de la cadena causal

Este articulo, está dedicado a reflexionar críticamente sobre la batería de elementos que conforman tradicionalmente un sistema de seguimiento y evaluación a políticas publicas, planes y programas (en adelante SEPPP), con el ánimo de identificar sus alcances y limitaciones técnicas y argumentativas al momento de intentar aplicarlos.

Los SEPPP son un gran instrumento para la gerencia en organizaciones públicas,  pero tienen importantes salvedades que requieren ser comprendidas para lograr su aplicación e instrumentación efectiva. Sostenemos aquí que es precisamente la comprensión de sus limitaciones la que permitirá diseñarlos, en la medida de lo posible, para que sean “sistemas que aprenden”, en tanto son susceptibles de modificarse a la luz de errores o fallas no previstos en su diseño original.

Comúnmente aquellos que inician la implementación de un SEPPP tienen puestas grandes esperanzas en este instrumento. Por ejemplo, un SEPPP clásico, por así llamarlo, asegura de partida, por principio o axioma, que los gobiernos y sus organizaciones generan efectos tangibles y medibles a través de sus productos o servicios. Se asume una cadena causal que va de un problema, claramente definido, a un grupo de acciones gubernamentales que buscan resolverlo (parcial o totalmente), a través del uso de recursos dirigidos explícitamente para ello. Se pretende, de esta forma, dirigir racionalmente, planteando al actor gubernamental como un ente unificado, congruente, prácticamente monolítico. Este supuesto permite un segundo: que se puede definir “objetiva y técnicamente” un problema, así como los pasos para resolverlo.

Sin lugar a dudas los supuestos anteriores son muy atrevidos y tal vez poco realistas, pero de alguna manera siguen sosteniendo un modelo ampliamente utilizado. Con este acomodo racional de eventos sociales es posible dirigir el diseño de la acción gubernamental de forma aparentemente sencilla. Se parte de algunas preguntas clave como por ejemplo: ¿cuál es el problema a solucionar?, ¿cuáles son las herramientas más adecuadas para lograrlo?, ¿cuáles son los recursos disponibles para hacerlo?, ¿quiénes somos, qué queremos ser y con qué direccionalidad podemos resolver el problema? Entonces, a partir del uso de instrumentos diversos como la planeación estratégica o los indicadores de desempeño se amalgama un diseño congruente y cerrado que va desde la definición del problema hasta la acción, su monitoreo y evaluación directa.

Con lo anterior se supone entonces que un diseño informado y concienzudamente concebido es la pauta para aplicar, en forma ordenada y racional, los mecanismos y las decisiones necesarias para intervenir sobre la realidad, moviendo los hilos requeridos para afectar los comportamientos y las situaciones con el fin de transformarla: se liberan o regulan los precios, se otorgan o niegan recursos, se evitan problemas o restricciones, se eliminan prerrogativas o se otorgan otras. Todo esto es posible, se asume, gracias al uso de poderosos instrumentos disponibles: organizaciones y programas gubernamentales, dotados de recursos presupuestarios y de personas que se encargarán de llevar a la práctica el diseño de la política pública, tal como fue planeado.

Las organizaciones, mediante sus programas —otra creación racionalista que nos dice la forma en que determinadas acciones logran objetivos— intervienen en la realidad, modificándola, afectándola, recreándola literalmente. En una especie de “juego de billar” social, se generan combinaciones de efectos y comportamientos que afectarán dicha realidad, gracias a los encadenamientos racionales que llevaron desde los problemas, a los valores, a los diseños, a los mecanismos y organizaciones, a las acciones, a los productos y, por último, a los resultados e impactos.

Los párrafos anteriores ilustran la retórica que llena la esperanza de la política y la gestión pública contemporánea. Y hablamos de retórica no en sentido peyorativo, sino en su sentido estricto, como el arte de convencer y conmover. De hecho, sin la esperanza y el convencimiento de que las acciones y decisiones racionales (individuales y colectivas) son posibles de construir para lograr efectos concretos, sería difícil entender la mayor parte de los textos de administración pública (o como frecuentemente se le llama hoy en día, gestión pública).

Así, de esos supuestos pocas veces debatidos y hechos conciencia, nace la avalancha de mecanismos e instrumentos: el presupuesto y sus clasificaciones, los programas, las políticas, las regulaciones, las intervenciones, las organizaciones, los servicios civiles, los planes estratégicos y operativos, los marcos lógicos, la administración por objetivos, los controles de gestión, las buenas prácticas, el benchmarking, los tableros de control y un larguísimo etcétera. Todo ello sustentado en la esperanza de que existe un camino racional que va de va de la definición del problema, al diseño de estrategias y de mecanismos de intervención, al resultado esperado y, por último, a la resolución del problema que dio origen a la política pública.

Al final de cuentas, los instrumentos y marcos conceptuales arriba señalados tienen un sentido único básico: modificar el escenario; impactar en los comportamientos y en las variables sociales para generar una nueva y mejor realidad. Más aún, en esta idea está presente también un supuesto incluso más poderoso: existe siempre una cadena congruente que une todo este camino, una lógica de causa-efecto que eslabona en diferentes niveles cada pieza del sistema, con una entrada y una salida, en una secuencia racional.

Pero, ¿es realista ese gran supuesto de cadenas causales de intervención? Por décadas, los estudios empíricos sobre la acción gubernamental han mostrado una película ligeramente distinta de la esperanza normativa de este modelo de cadenas causales y efectos vinculados. Los trabajos de Selznick (1966), Merton (1980), Crozier (1964), Wildavsky (1993), Christensen y Laegrid (2007), Sfez (1984), Cabrero y Arellano (1993), y una enorme lista de estudios en diversas realidades, tiempos y latitudes, muestran que si dicho camino causal existe es, primero, tremendamente difícil de identificar empíricamente, y segundo, resulta muy complicado mostrar que dicha cadena causal produce resultados que son explicables por decisiones y diseños ex-ante que llevaron al desenlace esperado.

Muchos de los autores arriba referidos muestran cómo lo que llamamos pomposamente “problemas” son en realidad creaciones de actores tratando de convencer y viendo muchas veces lo que quieren ver. Que las herramientas de acción no siempre siguen a la definición de un problema, sino al revés: que los actores sociales ya traen herramientas e ideologías bajo el brazo (las herramientas no siempre son neutrales) y que con ellas van y buscan problemas (soluciones buscando problemas, pues). Es decir, estamos frente a lógicas causales normativas que se justifican por razones políticas y agendas que no siempre están claras ni son explícitas. Aún más, en reiteradas ocasiones se ha constatado que los fines y los mecanismos están constantemente en disputa, pues diversos actores, con capacidades de actuación distintas, argumentan y dan sentido a los instrumentos de intervención de acuerdo con preferencias y dinámicas políticas particulares, sujetos a una capacidad limitada para conocer toda alternativa posible y procesar información, con tiempos para actuar que son calculados políticamente, escondidos y usados estratégicamente.

Las organizaciones y los programas gubernamentales son criaturas instrumentales pero son poco maleables, difíciles de manipular como robots sociales, pues nuevamente aparecen seres humanos actuando en escenarios (Goffman, 1967), construyendo sentidos (Weick, 2001), interrelacionándose por roles que crean estatus y vinculaciones complejas que hacen posible la propia interacción (Berger y Luckmann, 1968). Sin embargo, paradójicamente, cuando hablamos de llevar los diseños racionales —que idealizan un mundo de orden y causalidad ubicado en un marco conceptual normativamente creado— hacia el campo de la “implementación”, asumimos que la situación que se busca afectar puede ser intervenida con una sola lógica o cadena causal que comienza con la definición del problema y finaliza con un impacto identificable sobre una población previamente definida.

Precisamente, las cadenas causa-efecto de los problemas sociales representan supuestos difíciles de sostener empíricamente; sin embargo, resultan cruciales para mantener la lógica de un argumento de la acción gubernamental, de la intervención burocrática o regulatoria, de la mismísima racionalidad de la política democrática y representativa en cuya cúspide comienza la gestación de las soluciones a los problemas sociales. La evidencia empírica apunta en sentido contrario, o al menos muestra la dificultad de hacer un seguimiento real de cadenas causales de este tipo; sin embargo, la esperanza sigue viva. Es probable que una noción de básico sentido común se dispare para reconfortarnos socialmente: los gobiernos tienen el poder de afectar la vida de mucha gente, de movilizar variables económicas, de sostener o cambiar reglas y normas, de aplicar la coerción como mecanismo para obtener obediencia.

Recordar la política real del gobierno —es decir, sus capacidades coercitivas— ayuda a comprender que, en todo caso, la fotografía tal vez no sea muy clara, que quizás las cadenas causales no son precisas y sí muy complejas o incluso perversas (Harmon y Mayer, 1999). Pero, que dichas cadenas causales existen (de una manera tan intrincada y compleja que difícilmente parecen cadenas lineales y simples, en todo caso) y que los gobiernos las afectan, parece que no habría duda. En este sentido, los SEPPP son una propuesta de ordenación y sistematización muy importante ante la dificultad y complejidad de la acción gubernamental, dado que con ellos se busca construir un compromiso técnico creíble para asegurar a las sociedades que sus gobiernos pueden definir y comprometerse con fines específicos y en forma transparente. En otras palabras un sed se convierte también en un instrumento que puede ayudar sustantivamente a la rendición de cuentas.

Así, parece oportuno tomar distancia de las visiones sobreoptimistas de moda: un sed difícilmente puede ser un esquema racionalista completo, de cadenas causales técnicamente diseñadas, perfectamente alineadas, construidas por un acuerdo lineal con consensos perfectos y marcos teóricos unívocos y acordados. En realidad, estamos hablando de un instrumento muy útil pero limitado, que ayuda a construir aproximaciones imperfectas de las relaciones causales de la acción gubernamental.
Básicamente, podemos plantear dos propósitos generales que un sed busca alcanzar: 1. facilitar el consenso, al establecer en forma explícita los propósitos y las líneas de acción que le dan sentido a un proyecto gubernamental, y 2. rendir cuentas con mayor transparencia a la sociedad, al hacer explícitos los resultados alcanzados, pero sobre todo la línea de razonamiento y justificación de la acción gubernamental propiamente dicha.

La línea argumentativa es que un SEPPP no debería ser entendido como un instrumento capaz de encadenar técnicamente (con un método lineal, completo y libre de fallas) la mejor definición de una situación social o pública con los instrumentos más adecuados para lograr el óptimo de los efectos esperados. Esto simplemente porque la acción gubernamental es en la práctica una acción en constante disputa entre actores políticos que enfrentan una realidad que es afectada por múltiples intereses, que genera diversos y desordenados impactos para construir lo que entendemos como “realidad”. En este sentido, la “realidad social” es una amalgama de acciones, valores, supuestos, intereses, normas, instituciones, reglas y organizaciones.

Con el fin de ordenar esta discusión, podemos sintetizar en tres los argumentos que problematizan una visión sobreoptimista de un SEPPP, como la que hasta aquí se ha expuesto: primero, la realidad social es una construcción de actores diversos, muchas veces en disputa, dispuestos a entrar en conflicto y usar el poder para imponer su propia versión de lo que es un problema viable o necesario de atacar (la existencia por definición de oposiciones en una democracia implica de partida que nadie es dueño absoluto de la racionalidad, ante la posible existencia más bien de racionalidades). Segundo, la “realidad” que se quiere impactar se genera por efectos que devienen de la acción de múltiples fuentes, acciones y propósitos de diferentes actores y circunstancias. Tercero, las cadenas causales se sostienen sobre teorías construidas con base en supuestos y axiomas; elementos que intentan explicarnos y convencernos de que existen variables más importantes que otras, que arrojan luz sobre ciertos elementos de la realidad al mismo tiempo que oscurecen otros; que nos plantean que hay efectos indeseables que deben ser evitados, aunque otros defiendan que son fundamentales.


David Arellano Gault

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