Este articulo, está
dedicado a reflexionar críticamente sobre la batería de elementos que conforman
tradicionalmente un sistema de seguimiento y evaluación a políticas publicas,
planes y programas (en adelante SEPPP), con el ánimo de identificar sus
alcances y limitaciones técnicas y argumentativas al momento de intentar
aplicarlos.
Los SEPPP son un gran
instrumento para la gerencia en organizaciones públicas, pero tienen importantes salvedades que
requieren ser comprendidas para lograr su aplicación e instrumentación
efectiva. Sostenemos aquí que es precisamente la comprensión de sus
limitaciones la que permitirá diseñarlos, en la medida de lo posible, para que
sean “sistemas que aprenden”, en tanto son susceptibles de modificarse a la luz
de errores o fallas no previstos en su diseño original.
Comúnmente aquellos
que inician la implementación de un SEPPP tienen puestas grandes esperanzas en
este instrumento. Por ejemplo, un SEPPP clásico, por así llamarlo, asegura de
partida, por principio o axioma, que los gobiernos y sus organizaciones generan
efectos tangibles y medibles a través de sus productos o servicios. Se asume
una cadena causal que va de un problema, claramente definido, a un grupo de
acciones gubernamentales que buscan resolverlo (parcial o totalmente), a través
del uso de recursos dirigidos explícitamente para ello. Se pretende, de esta forma,
dirigir racionalmente, planteando al actor gubernamental como un ente
unificado, congruente, prácticamente monolítico. Este supuesto permite un
segundo: que se puede definir “objetiva y técnicamente” un problema, así como
los pasos para resolverlo.
Sin lugar a dudas
los supuestos anteriores son muy atrevidos y tal vez poco realistas, pero de
alguna manera siguen sosteniendo un modelo ampliamente utilizado. Con este
acomodo racional de eventos sociales es posible dirigir el diseño de la acción
gubernamental de forma aparentemente sencilla. Se parte de algunas preguntas
clave como por ejemplo: ¿cuál es el problema a solucionar?, ¿cuáles son las
herramientas más adecuadas para lograrlo?, ¿cuáles son los recursos disponibles
para hacerlo?, ¿quiénes somos, qué queremos ser y con qué direccionalidad
podemos resolver el problema? Entonces, a partir del uso de instrumentos
diversos como la planeación estratégica o los indicadores de desempeño se
amalgama un diseño congruente y cerrado que va desde la definición del problema
hasta la acción, su monitoreo y evaluación directa.
Con lo anterior se
supone entonces que un diseño informado y concienzudamente concebido es la
pauta para aplicar, en forma ordenada y racional, los mecanismos y las
decisiones necesarias para intervenir sobre la realidad, moviendo los hilos
requeridos para afectar los comportamientos y las situaciones con el fin de
transformarla: se liberan o regulan los precios, se otorgan o niegan recursos,
se evitan problemas o restricciones, se eliminan prerrogativas o se otorgan
otras. Todo esto es posible, se asume, gracias al uso de poderosos instrumentos
disponibles: organizaciones y programas gubernamentales, dotados de recursos
presupuestarios y de personas que se encargarán de llevar a la práctica el
diseño de la política pública, tal como fue planeado.
Las organizaciones,
mediante sus programas —otra creación racionalista que nos dice la forma en que
determinadas acciones logran objetivos— intervienen en la realidad,
modificándola, afectándola, recreándola literalmente. En una especie de “juego
de billar” social, se generan combinaciones de efectos y comportamientos que
afectarán dicha realidad, gracias a los encadenamientos racionales que llevaron
desde los problemas, a los valores, a los diseños, a los mecanismos y
organizaciones, a las acciones, a los productos y, por último, a los resultados
e impactos.
Los párrafos
anteriores ilustran la retórica que llena la esperanza de la política y la
gestión pública contemporánea. Y hablamos de retórica no en sentido peyorativo,
sino en su sentido estricto, como el arte de convencer y conmover. De hecho,
sin la esperanza y el convencimiento de que las acciones y decisiones
racionales (individuales y colectivas) son posibles de construir para lograr
efectos concretos, sería difícil entender la mayor parte de los textos de
administración pública (o como frecuentemente se le llama hoy en día, gestión
pública).
Así, de esos
supuestos pocas veces debatidos y hechos conciencia, nace la avalancha de
mecanismos e instrumentos: el presupuesto y sus clasificaciones, los programas,
las políticas, las regulaciones, las intervenciones, las organizaciones, los
servicios civiles, los planes estratégicos y operativos, los marcos lógicos, la
administración por objetivos, los controles de gestión, las buenas prácticas,
el benchmarking, los tableros de control y un larguísimo etcétera. Todo ello
sustentado en la esperanza de que existe un camino racional que va de va de la
definición del problema, al diseño de estrategias y de mecanismos de
intervención, al resultado esperado y, por último, a la resolución del problema
que dio origen a la política pública.
Al final de
cuentas, los instrumentos y marcos conceptuales arriba señalados tienen un
sentido único básico: modificar el escenario; impactar en los comportamientos y
en las variables sociales para generar una nueva y mejor realidad. Más aún, en
esta idea está presente también un supuesto incluso más poderoso: existe
siempre una cadena congruente que une todo este camino, una lógica de
causa-efecto que eslabona en diferentes niveles cada pieza del sistema, con una
entrada y una salida, en una secuencia racional.
Pero, ¿es realista
ese gran supuesto de cadenas causales de intervención? Por décadas, los
estudios empíricos sobre la acción gubernamental han mostrado una película
ligeramente distinta de la esperanza normativa de este modelo de cadenas
causales y efectos vinculados. Los trabajos de Selznick (1966), Merton (1980),
Crozier (1964), Wildavsky (1993), Christensen y Laegrid (2007), Sfez (1984),
Cabrero y Arellano (1993), y una enorme lista de estudios en diversas
realidades, tiempos y latitudes, muestran que si dicho camino causal existe es,
primero, tremendamente difícil de identificar empíricamente, y segundo, resulta
muy complicado mostrar que dicha cadena causal produce resultados que son
explicables por decisiones y diseños ex-ante que llevaron al desenlace
esperado.
Muchos de los
autores arriba referidos muestran cómo lo que llamamos pomposamente “problemas”
son en realidad creaciones de actores tratando de convencer y viendo muchas
veces lo que quieren ver. Que las herramientas de acción no siempre siguen a la
definición de un problema, sino al revés: que los actores sociales ya traen
herramientas e ideologías bajo el brazo (las herramientas no siempre son
neutrales) y que con ellas van y buscan problemas (soluciones buscando
problemas, pues). Es decir, estamos frente a lógicas causales normativas que se
justifican por razones políticas y agendas que no siempre están claras ni son
explícitas. Aún más, en reiteradas ocasiones se ha constatado que los fines y
los mecanismos están constantemente en disputa, pues diversos actores, con
capacidades de actuación distintas, argumentan y dan sentido a los instrumentos
de intervención de acuerdo con preferencias y dinámicas políticas particulares,
sujetos a una capacidad limitada para conocer toda alternativa posible y
procesar información, con tiempos para actuar que son calculados políticamente,
escondidos y usados estratégicamente.
Las organizaciones
y los programas gubernamentales son criaturas instrumentales pero son poco
maleables, difíciles de manipular como robots sociales, pues nuevamente
aparecen seres humanos actuando en escenarios (Goffman, 1967), construyendo
sentidos (Weick, 2001), interrelacionándose por roles que crean estatus y
vinculaciones complejas que hacen posible la propia interacción (Berger y
Luckmann, 1968). Sin embargo, paradójicamente, cuando hablamos de llevar los
diseños racionales —que idealizan un mundo de orden y causalidad ubicado en un
marco conceptual normativamente creado— hacia el campo de la “implementación”,
asumimos que la situación que se busca afectar puede ser intervenida con una
sola lógica o cadena causal que comienza con la definición del problema y
finaliza con un impacto identificable sobre una población previamente definida.
Precisamente, las
cadenas causa-efecto de los problemas sociales representan supuestos difíciles
de sostener empíricamente; sin embargo, resultan cruciales para mantener la
lógica de un argumento de la acción gubernamental, de la intervención
burocrática o regulatoria, de la mismísima racionalidad de la política
democrática y representativa en cuya cúspide comienza la gestación de las
soluciones a los problemas sociales. La evidencia empírica apunta en sentido
contrario, o al menos muestra la dificultad de hacer un seguimiento real de
cadenas causales de este tipo; sin embargo, la esperanza sigue viva. Es
probable que una noción de básico sentido común se dispare para reconfortarnos
socialmente: los gobiernos tienen el poder de afectar la vida de mucha gente,
de movilizar variables económicas, de sostener o cambiar reglas y normas, de
aplicar la coerción como mecanismo para obtener obediencia.
Recordar la
política real del gobierno —es decir, sus capacidades coercitivas— ayuda a
comprender que, en todo caso, la fotografía tal vez no sea muy clara, que
quizás las cadenas causales no son precisas y sí muy complejas o incluso
perversas (Harmon y Mayer, 1999). Pero, que dichas cadenas causales existen (de
una manera tan intrincada y compleja que difícilmente parecen cadenas lineales
y simples, en todo caso) y que los gobiernos las afectan, parece que no habría
duda. En este sentido, los SEPPP son una propuesta de ordenación y sistematización
muy importante ante la dificultad y complejidad de la acción gubernamental,
dado que con ellos se busca construir un compromiso técnico creíble para
asegurar a las sociedades que sus gobiernos pueden definir y comprometerse con
fines específicos y en forma transparente. En otras palabras un sed se
convierte también en un instrumento que puede ayudar sustantivamente a la
rendición de cuentas.
Así, parece
oportuno tomar distancia de las visiones sobreoptimistas de moda: un sed
difícilmente puede ser un esquema racionalista completo, de cadenas causales
técnicamente diseñadas, perfectamente alineadas, construidas por un acuerdo
lineal con consensos perfectos y marcos teóricos unívocos y acordados. En
realidad, estamos hablando de un instrumento muy útil pero limitado, que ayuda
a construir aproximaciones imperfectas de las relaciones causales de la acción
gubernamental.
Básicamente,
podemos plantear dos propósitos generales que un sed busca alcanzar: 1.
facilitar el consenso, al establecer en forma explícita los propósitos y las
líneas de acción que le dan sentido a un proyecto gubernamental, y 2. rendir
cuentas con mayor transparencia a la sociedad, al hacer explícitos los
resultados alcanzados, pero sobre todo la línea de razonamiento y justificación
de la acción gubernamental propiamente dicha.
La línea
argumentativa es que un SEPPP no debería ser entendido como un instrumento
capaz de encadenar técnicamente (con un método lineal, completo y libre de
fallas) la mejor definición de una situación social o pública con los
instrumentos más adecuados para lograr el óptimo de los efectos esperados. Esto
simplemente porque la acción gubernamental es en la práctica una acción en
constante disputa entre actores políticos que enfrentan una realidad que es afectada
por múltiples intereses, que genera diversos y desordenados impactos para
construir lo que entendemos como “realidad”. En este sentido, la “realidad
social” es una amalgama de acciones, valores, supuestos, intereses, normas,
instituciones, reglas y organizaciones.
Con el fin de
ordenar esta discusión, podemos sintetizar en tres los argumentos que
problematizan una visión sobreoptimista de un SEPPP, como la que hasta aquí se
ha expuesto: primero, la realidad social es una construcción de actores diversos,
muchas veces en disputa, dispuestos a entrar en conflicto y usar el poder para
imponer su propia versión de lo que es un problema viable o necesario de atacar
(la existencia por definición de oposiciones en una democracia implica de
partida que nadie es dueño absoluto de la racionalidad, ante la posible
existencia más bien de racionalidades). Segundo, la “realidad” que se quiere
impactar se genera por efectos que devienen de la acción de múltiples fuentes,
acciones y propósitos de diferentes actores y circunstancias. Tercero, las
cadenas causales se sostienen sobre teorías construidas con base en supuestos y
axiomas; elementos que intentan explicarnos y convencernos de que existen
variables más importantes que otras, que arrojan luz sobre ciertos elementos de
la realidad al mismo tiempo que oscurecen otros; que nos plantean que hay
efectos indeseables que deben ser evitados, aunque otros defiendan que son
fundamentales.
David Arellano
Gault
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