Constituye este el primero de
tres comentarios que publicaremos de forma continuada, siendo eso sí, cada uno
de ellos, autónomos en su contenido. Este primer comentario intenta dar una
explicación del sesgo estructural de la política ambiental actual, el segundo
facilita una justificación de porque la naturaleza no constituye el objeto de
política de la política ambiental, y finalmente el tercero introduce lo que
entendemos constituye el verdadero objeto de la política ambiental que son las
relaciones socio ambientales.
En general cuando pensamos en
una política pública y en particular cuando pensamos en las propuestas que se
realizan durante las campañas políticas, tenemos en mente fundamentalmente los
objetivos que los diversos candidatos plantean para esas políticas.
Ahora bien, los modos y
alcances de esos objetivos están intrínsecamente determinados por cómo se
entiende el problema que justifica esa política pública. Los diversos actores
políticos pueden realizar propuestas comparables las unas con las otras porque
primero han concordado mediante un proceso largo socio-político deliberativo
sobre qué están hablando.
Así, por ejemplo, cuando se
plantean opciones alternativas relativas a la política de seguridad ciudadana,
todos saben de antemano que se están refiriendo al problema del incremento de
la delincuencia, al atentado a las personas o a la propiedad por parte de
terceros. Entonces, las propuestas alternativas de política se entenderán como
soluciones a ese problema. Esto define el contenido de la política de seguridad
pública. De tal forma que los distintos candidatos formularán opciones para
gestionar tal problema, con la libertad que otorga lo político.
Lo que queremos argumentar aquí
es que en el caso de la política ambiental tradicionalmente la descripción del
problema que justifica la política está estructuralmente mal definido y que
ello conlleva a un errado diseño del papel de la acción pública en materia
ambiental.
De forma muy simple, pero
generalizada, entendemos que el problema que justifica la política ambiental es
el deterioro del medio ambiente producto de la acción humana. Hasta ahí lo
ambiental no se diferencia mucho de otros problemas de política, en el sentido
que es un problema el que justifica la acción pública.
Sin embargo, parte fundamental
del ejercicio de formulación de políticas públicas es que el problema de
política se entienda como un problema entre problemas. Es decir, es justamente
la función de cada opción política gradar de distinta forma el tratamiento de
los problemas, y así diferenciarse las unas de las otras.
En el extremo esto supone que
el problema de política debe estar formulado de tal forma que para alguna
opción política debe ser perfectamente argumentable que la sociedad pueda vivir
con el problema en cuestión porque propone prestarle muy poca atención.
Si esto no fuese posible,
entonces, no se trataría de problemas de política pública, de algo de lo cual
el Estado debiera preocuparse de forma permanente, sino que de una emergencia
pública, que requiere una solución ya: un incendio, una catástrofe, que se
extingue como tal problema una vez se solventa.
Aquí es donde reside el sesgo
que ha caracterizado la formulación del problema de política ambiental, pues
éste no se ha planteado como un problema entre problemas, sino como una
emergencia existencial. Está formulado como un dilema civilizatorio, frente a
la cual no cabe excusa de dilación en la acción.
Esto genera dos sesgos muy
relevantes asociado primero a los objetivos de política, y segundo, a las
opciones o estrategias de acción.
Veamos el primero. Cómo se
trata de un problema existencial, la erradicación fáctica del problema
ambiental deviene automáticamente en el objetivo irrevocable de la política. En
tanto el problema ambiental es descrito como un riesgo existencial para la
sociedad, no queda otra opción que el objetivo de la política “deba” ser la
erradicación última del problema. De esta forma se elimina sustantivamente la
política de la arena ambiental. No hay modo de diferenciarse políticamente, al
menos en este aspecto.
Esto resulta evidente, por
ejemplo, en el caso del cambio climático. Como resulta cuasi imposible
diferenciarse de forma efectiva políticamente una vez el problema ha sido
establecido como tal, la única opción para diferenciarse efectivamente es
negando el problema como tal.
Ahora bien, un objetivo es una
herramienta medular en la construcción de una decisión estratégica como es una
política, pues se trata de la identificación del horizonte factible que el
sujeto decisor entiende puede alcanzar bajo su dirección el problema de
política. Y ese horizonte no es el resultado mecánico de poner blanco lo que en
un supuesto diagnostico se identifica como negro, sino una decisión que se
alimenta no sólo de cómo se entiende el problema, sino de las capacidades
existentes para solucionarlos, de las fortalezas y debilidades existentes,
también de las herramientas disponibles para alcanzarlos, así como de las
prioridades frente a otros objetivos y urgencias.
Toda esta reflexión se elimina
tácitamente en el formato actual de la política ambiental, privándola así de
toda guía operativa para su acción, ni menos aún para cualquier forma de
rendición de cuentas.
El segundo sesgo, el de las
opciones, se deriva directamente del primero. Como no hay forma de
diferenciarse sustantivamente en los objetivos, entonces, la diferenciación se
articula vía las opciones u estrategias para logarlos.
No siendo posible una discusión
efectiva sobre los objetivos de política, el debate de política ambiental tiene
lugar en el ámbito de las estrategias para solucionar el problema. Y ahí nos
encontramos con la conocida polaridad: conservacionismo versus desarrollismo u
optimismo tecnológico, como eje temático de la acción pública en medio
ambiente.
Según la una, en un mundo
finito y único, sujeto invariablemente a la ley de la entropía, el principio
básico que debiera regir la política es el de la conservación, la del
equilibrio, y esa debiera ser la divisa de la política ambiental y de sus
instrumentos; a mas conservación mejor, a más control mejor, a más regulación
mejor, a más protección mejor.
Según la otra, aceptando el
diagnóstico y objetivo de base, se sostiene que la sociedad es capaz de generar
nuevas tecnologías e innovaciones capaces de hacer del problema una virtud, y
superar las crisis ecológicas y de recursos que puedan ir emergiendo. Por
tanto, su divisa es, a más incentivo mejor, a más autorregulación y autocontrol
mejor, a menos conservación y menos protección mejor.
La discusión sobre las
estrategias es el mecanismo indirecto para la diferenciación política sobre los
objetivos, pues para unos, en el extremo, hay que hacer sustantivamente poco o
nada, salvo generar los incentivos para que esa innovación tecnológica tenga
lugar en el momento apropiado, no antes ni después, y para los otros, en el
extremo, hay que hacer mucho, prácticamente cambiar la sociedad desde su base.
Y en esos dos extremos y sus combinaciones, se mueven las alternativas de
política ambiental hoy día.
No obstante, este modo de
diferenciación es falaz, pues se basa en una falacia de fondo, a saber, en la
supuesta posibilidad de disponer de alguna certidumbre respecto a la eficacia
positiva de cada una de esas dos opciones. En realidad no es posible tener
certidumbre alguna acerca de si una de las dos opciones funciona fácticamente,
y es operativa en algún sentido para asegurar la sostenibilidad ecológica o
ambiental futura de la humanidad.
Es decir, la justificación de
su utilidad fáctica como opción de política es meramente especulativa, es
discursiva. En un caso se basa en la evidencia histórica del desarrollo
tecnológico, lo que justificaría pensar que a pesar de la gravedad de los
hechos ecológicos y de su magnitud, la solución tecnológica estará disponible
en el momento y modo justo. En el otro caso se basa en la invariabilidad de las
condiciones que determinan la vida en la tierra, las que se supone sometidas a
presiones antes inimaginables que terminaran por hacer colapsar el sistema
global, como otros sistemas naturales menores han colapsado.
Pero evidentemente porque las
cosas hayan ocurrido en ambos casos, eso no significa que vayan a ocurrir en el
futuro, ni de la misma forma, ni con el mismo significado para nosotros. Por lo
que por muy de sentido común que puedan parecer no son útiles para tomar
decisiones, ni para realizar valoraciones de opciones de política.
Hasta aquí, entonces, la
política ambiental ha estado caracterizada por perseguir objetivos, que son más
bien problemas y estrategias políticas cuya virtualidad como soluciones
positivas de esos problemas nadie conoce.
Estás conclusiones trazan un
panorama más bien preocupante para la política ambiental, con muy pocas
oportunidades para realizar una reflexión constructiva sobre la misma y sus
experiencias, y probablemente restándole en buena medida eficiencia.
Autor: Rodrigo Jiliberto - Experto Español - consultor entre otros OCDE- ANH/Minambiente Colombia-World Bank - BID, gobierno de Chile.
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